Sebastián Bertucelli; Los Dueños del Ruido y el Zumbido de la Tierra

El oso, el águila, el león.
Se disputaban el bosque a puro gruñidos y chillidos.
Enamorados de su propia voz, los tres pensaban en la necesidad de que su voz resonara como un eco en las gargantas de los demás. Sin embargo, un día les llegó la afonía. Se aterrorizaron al sentirse sin poder. Pero, lo que más los atemorizaba no era el graznido propio de algunas aves, ni el chirrido de algunos monos. Lo que los intimidaba no eran los nuevos sonidos producto de sus silencios forzosos; lo que los atormentó fue la visión de los miles de caminos de hormigas, que en el auge de la pelea por el poder habían pasado desapercibidos. Un zumbido sordo que subía de la tierra.

Entendieron que ese mundo ocurría fuera de su control y, si bien osos, águilas y leones estaban enemistados, coincidían en que esa masa de animales no podía seguir por ahí, tan libre, tan sin forma.

Los reyes del mundo enviaron sus emisarios con el fin de adoctrinar:
El oso llamó a la toma de conciencia sobre la necesidad de cambiar el rumbo y enfrentarse a sus enemigos.
El águila ofreció nuevos productos, caminos más coloridos y sobre todo mucho más cortos.
El león, por su parte, evangelizó sobre un mundo utópico por el cual debían dejar los caminos realizados. Un único camino para la felicidad.

Las hormigas no alzaron la vista.
Su reinado no estaba en el trono, sino en el camino compartido que hoy llevaba hojas al hormiguero o mañana les permitía evacuar ante una inundación.

El poder ejercido por cada hormiga no estaba en el palacio, sino en la tarea que cada una realizaba, en el hueco que servía de refugio en la noche, en las trincheras de palos que funcionaban como fuertes.
Su poder, a diferencia del poder de los reyes del bosque, no residía en el grito sino en la acción; sobre todo, no se declamaba sino que se ejercía.

Cuando la hambruna llegaba, la que encontraba comida guiaba.
Y su cuerpo era el mapa, y las feromonas, la ley. Cuando se presentaba un obstáculo, el poder lo tenía quien lo resolvía, no quien lo detentaba.

Mientras los reyes pretendían un solo camino en línea recta hacia un futuro que solo ellos veían,
las hormigas tejían caminos, como venas.

Si una piedra cerraba el paso, no maldecían la piedra. La rodeaban. La socavaban. O inventaban otro camino y el desvío se volvía destino.

No querían tomar el palacio. Estaban ocupadas pariendo, en las grietas del mundo oficial,
un mundo subterráneo, imparable.

Un mundo donde el poder, como el pan, si no se comparte, se pudre.

Y así, mientras el poder discutía de sí mismo,
mientras los reyes medían sus sombras,
las hormigas, sin prisa ni pausa, guiadas por la inteligencia de la vida,
iban cavando el surco por donde caminaba lo nuevo,
lo antiguamente nuevo.

Sebastián Bertucelli, Psicólogo comunitario

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